martes, julio 24, 2007

Manifiesto de Niños

Juguetes a cuerda, por Horacio Gonzalez.

El juguete a cuerda quiere incluir un solo tema en el Manifiesto: que la cuerda sea eterna. Ha leído varios libros al respecto. Son filosofías de la eternidad. Pero ninguna incluye la idea de dar cuerda. Hay otras ideas parecidas, como eterno retorno o ciclo perpetuo. Pero no encuentra la ida que le interesa. La idea de cuerda inagotable, la Cuerda del Eterno Retorno. Los libros o enciclopedias filosóficas no la mencionan. Entonces piensa en la idea del Niño Perpetuo que será quien de cuerda por primera vez al juguete fundador y que nunca más el juguete se detenga. Dar cuerda, solo la primera vez. La Primera Cuerda que ponga en funcionamiento el Juguete Absoluto. Sea camioncito, soldado loco, osito con sombrilla o auto de carrera, esos juguetes seguirían funcionando imperturabables. El juguete-mundo. Pero lamentablemente todavía no se ha podido incluir en el manifiesto esa frase fundamental: que la cuerda sea eterna. Sin esa frase las cuerdas serán parciales, tacañas. Algunos exclaman, mientras la cuerda funciona bien, aunque próxima a agotarse y gastando poco a poco su energía: “que tengas cuerda para rato”. Mera expresión de deseos que revela la fragilidad del juguete, el modo en que es abandono por la providencia caprichosa. ¿No le gusta a la providnecia ese espiral enroscado, esa cinta plegada sobre sí misma, que nunca descuida su tensión? ¡No sabe que las Cuerdas deben ser para siempre, no un rato, no un poco. Envueltas sobre sí misma perpetuamente, con la misma rigidez, exaltando la misma energía. Que la cuerda sea eterna. El niño para siempre le dará cuerda imperecedera. El juguete inmortal rebotará contra paredes, subirá a los durazneros, caerá de la terraza, y seguirá recuperando automáticamente la cuota de energía que cada vez pierda. La cuerda quizás se agotará un poco pero se recuperará en la misma cantidad. En las meditaciones del juguete a cuerda, existe así el deseo de la cuerda eterna, las cuerda de la divinidad niña. El manifiesto de niños deberá decir que el juguete a cuerda transforma su cuerda efímera, su cuerda perecedera, en cuerda eterna. El niño ya no deberá girar la manivela o la llave de la cuerda –aquí el manifiesto vacila, no sabe si preferir la palabra manivela o llave- más que una sola vez. Una vez única, sagrada. Luego la Cuerda Eterna se encargará de todo. La duda que sin embargo tomará cuerpo es si habrá un niño eterno que pueda dar esa cuerda, si se podrá evitar que alguna vez una oleada de niños eternos, hartos de la eternidad, no marchen con sus juguetes destrozados a favor de la cuerda breve y mortal, a favor del desánimo de los juguetes.


Texto que acompaña a un grabado francés del siglo XVIII

Máquina de vapor para la corrección celerífera de las niñas y de los niños.“Se avisa a los padres y madres, tíos, tías, tutores, tutoras, maestros y maestrasde internados y a todas las personas en general que tengan niños perezosos, golosos, rebeldes, revoltosos, insolentes, pendencieros, acusones, charlatanes, irreligiosos, o con cualquier otro defecto, que el señor Croquemitaine y la señora Briquabrac acaban de instalar en cada cabeza de distrito de la ciudad de parís una máquina semejante a esta, y que reciben todos los días en sus establecimientos, desde las doce de la mañana hasta las dos de la tarde, a todos los niños malos que necesitan ser castigados.Asimismo, el señor Croquemitaine y la señora Briquabrac , instalarán en breve máquinas semejantes para enviarlas a las ciudades de provincia, a las cuales se trasladarán cuanto antes ellos mismos para dirigir su funcionamiento. lo barato del castigo aplicado por la máquina de vapor y los efectos sorprendentes que produce animarán a los padres a servirse de ella siempre que la mala conducta de sus hijos así lo exija. también tenemos internado para los niños incorregibles, a quienes alimentamos con pan y agua.”

domingo, julio 15, 2007

El Muerto - de Jorge Luis Borges

Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio.

Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. "El Suspiro" se llama ese pobre establecimiento. Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.

Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso si, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad. Entra después en el destino de Benjamin Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al "Suspiro" en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día. Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.

La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del "Suspiro" comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.

Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.

domingo, julio 08, 2007

El Principio del fin o el fin del Principio


Por El Niño Viejo

“Habiendo visto con que lucidez o coherencia lógica ciertos locos (delirantes sistematizados) justifican, ante sí mismos y ante los demás, sus ideas delirantes, he perdido para siempre la segura certidumbre de la lucidez de mi lucidez”
Fernando Pessoa, del Desasosiego de Bernardo Soares

Introducción

En el presente ensayo intentaré responder ¿Qué son los Derechos Humanos?: ¿Una ley natural? o ¿Una ideología?, en la búsqueda de de-velar los presupuestos mas arraigados en nuestro pensamiento. Y, teniendo en cuenta que: “los Derechos Humanos tienen sus raíces en el concepto de ley natural”[1], tomaremos este concepto como punto de partida para nuestra investigación.

Desarrollo

En la teoría del derecho, el concepto de ley natural es utilizado para referirse a: “la ley o moral que es precedente a todas las creaciones humanas, universal, inmutable, y por semejanza a las leyes físicas o químicas, accesible a la razón”[2]. La ley divina, anterior a la misma, admite similares características con excepción de la última: en ella la ley es dada a la razón misma, y, por lo tanto, no le resulta accesible por ser revelación-revelada.

En este sentido, la importancia de lo racional en la ley natural cobra magnitud para diferenciarse de su predecesor, e incluso “puede hallarse en el uso de llamar al derecho natural moderno, derecho racional”[3]. Entonces, no es de extrañar que el problema de éste: “no sea tanto el objeto (naturaleza) como el modo de abordarlo”[4].

El problema de cómo abordar la naturaleza es el de pensar el objeto representándolo lo mas exactamente posible, respetando lo que Heidegger denomina: “la mas suprema ley del pensar”[5], que consiste según el autor, en el principio de identidad.

Es “un principio fundamental que presupone la identidad como rasgo del ser”[6], y se expresa como “A es A”. Sin embargo, no debe entenderse como “la planta es la planta” pues sería una tautología[7], y decir “la planta” resultaría lo mismo. El principio expresa la igualdad de A y A, y se dice: “A mismo es consigo mismo lo mismo”[8].

Esto significaría: “yo mismo soy conmigo mismo lo mismo”. Donde “lo mismo” indicaría la concreción de un razonamiento válido, el “yo mismo” la subjetividad necesaria para todo conocer. Y, el “conmigo mismo”, el yo-objeto que percibe el mundo objetivo tal cual es, es decir, objetivamente y su relación con el yo-sujeto (subjetividad). Esta relación o mediación, exige que el yo-sujeto se niegue, suspenda su subjetividad, tomando actitud de objetividad para constituirse como yo-objeto. Por lo tanto, podemos definir esta actitud de objetividad, como lo que media el mundo de lo subjetivo, de la mera opinión, con el del saber universalmente valido del mundo objetivo.

“No es tanto el objeto como el modo de abordarlo”[9], citamos con referencia a la importancia que cobra acceder a un conocimiento válido. Ahora estamos en condiciones de decir que el problema del derecho no es la realidad objetiva, porque esta le es garantizada de antemano, fuera de él y existiendo por sí misma; sino, la manera de acercarse a ella. Y, hemos concluido que el modo de hacerlo es la objetividad, pues al garantizarle la correspondencia con el objeto, llena sus juicios de fundamentos universalmente válidos, imparcialidad, y justicia.

Siguiendo lo dicho, resultaría imposible sostener que los Derechos Humanos se constituyan como una ideología, pues, en su concepción más común, la marxista: “es una teoría falsa, o una forma de la “falsa conciencia”. Se trata de una racionalización o enmascaramiento de algún sistema económico-social y, se opone al conocimiento de la ciencia real y positiva”[10].

Sin embargo, esta definición del concepto significa: “abordar parcialmente la problemática de las ideologías y con ello falsearlas. [...] La cuestión es más de fondo. Los presupuestos mucho más oscuros. La prestimanipulación mucho más peligrosa”[11]. En efecto, no sólo ignora que esta concepción de ideología es ideológica, sino que pretende situar “al conocimiento de la ciencia real y positiva” fuera de ella.
Este problema ya se encuentra implícito en el pensamiento de Martin Heidegger, y explícito en el ya citado Luis Jalfen, de herencia Heideggeriana, con una definición diferente del concepto de ideología: “toda ideología debe atenerse a puntos de partida indiscutidos”[12]. Entendiéndolo de esta forma, podemos decir que existe una “ideología de lo objetivo”, pues como señalamos antes: “el objeto es garantizado de antemano, fuera del sujeto y preexistiendo a él”.

Preguntarse, entonces, por la causa de lo real objetivo será análogo a preguntarse por la identidad desde la óptica del principio. Si tenemos en cuenta que lo objetivo al ser comprobable, y accesible por la percepción no esconde ninguna causa misteriosa detrás de sí, pues, en todo caso, la causa será lo real-objetivo pasado, es decir, lo real objetivo mismo.

De forma análoga, la pregunta por la identidad desde la óptica del principio de identidad parecerá absurda. Entendiendo, que “la identidad es fundamento del ser”, la identidad de la identidad será la identidad misma, y su propia causa. Es lo que dice Nietzsche cuando afirma: “todo lo que es de primer orden tiene que causarse a si mismo”[13]. Sin embargo, aceptar estas afirmaciones significa afirmar: la causa de lo real objetivo es lo real objetivo, o, la identidad de la identidad es la identidad. Lo cual constituye un problema, pues significa afirmarse en una tautología.

Por lo tanto, al ser una tautología, sería lo mismo decir: “la identidad” o “lo real objetivo” y, al afirmar una cosa y no otra, sin justificación alguna, constituirá una determinación arbitraria. En este sentido, cuando el principio de identidad establece la identidad previa al ser, está ignorando ser determinación arbitraria de lo que es, constituyéndose como determinación-determinada, o “revelación-revelada”.

Entonces, si la identidad no es fundamento del ser, y, por lo tanto, el ser no es determinación-determinada, ¿esto significa que el ser permanece indeterminado, e imposible de ser conocido?. Heidegger nos responde diciendo: “el ser tiene su lugar en una identidad”[14], o si se lo prefiere, “pensar y ser son lo mismo”[15]. En este sentido, el hombre “tiene su lugar en el todo del ser, al igual que la piedra, el árbol, y el águila. Pero, lo distintivo del hombre reside en que, como ser que piensa y que está abierto al ser, se encuentra ante éste, permanece relacionado con él, y de este modo, le corresponde. El hombre es propiamente esta relación de correspondencia, y sólo eso”[16]. El hombre es quien “existencia” al ser, pues “el ser solo es y dura en tanto que llega hasta el hombre con su llamado”. Entendiéndolo de esta manera, el hombre es quien hace existir al mundo, llamándolo, viviéndolo, describiéndolo, narrándolo, pues sino, el mundo permanecería indefinido, en la nada de ser. Sin embargo, corremos el riesgo de suponer que el hombre sea dado como algo previo, cayendo en un principio de identidad. Él existe en tanto que se elige a si mismo como hombre, su propia existencia no le es dada por nadie mas que si mismo, y solo él es responsable de ella.

La ideología de lo objetivo, el presupuesto del principio de identidad, han separado al ser y al hombre; el mundo fue despojado del sentido de su existencia: su relación con el pensar, con quien lo existencia, y se convirtió en causa-de-sí, en fábula. El mundo en-sí, objetivo, constituye una “opinión que toma a lo actual, obsesionada por ello, como lo único real”[17], y priva al hombre de su relación con el mundo, con su capacidad de definir y definirse; elegir y elegirse; narrar y narrarse. El hombre, así privado, es creación-creada, al igual que el mundo objetivo; siendo su relación con el ser, la relación que el mismo es, usurpada por la relación de objetividad, y “los guardianes de la objetividad” los encargados de hacerlo. ¿Quiénes son estos “guardianes”?, lo he definido de antemano, cuando señalé: “no sea tanto el objeto (naturaleza) como el modo de abordarlo” su interés. En ese momento, me refería al derecho, pero en la actualidad existen, lamentablemente, gran cantidad de instituciones dedicadas a relacionarnos con el mundo objetivo, y marcarnos una distancia con él: los medios masivos de comunicación, el profesor en la escuela, el manual de instrucciones o un gestor de impuestos, se adjudican la tarea de tomar actitud objetiva para cumplir efectivamente su función.

Conclusión

La pregunta inicial, parece haberse reducido: el concepto de ideología que utilizamos para fundar la interrogación, es ideológico. En efecto, cualquier concepto de ideología, como los Derechos Humanos, son una determinación arbitraria. Esto quiere decir, que considerar algo como ideológico no significa que debamos borrarlo de un plumazo como obra del diablo. Si los Derechos Humanos no pretendiesen homogeneizar al hombre, bajo una gran concepción de “Humanidad”, basada en presupuestos científicos y realidades objetivas, no habría razón de negar su existencia como una ideología mas. En ese caso, si se aceptasen como un resultado entre infinitud de resultados posibles del definirse, se convertirían en elección, y en elección de uno mismo, en tanto que existenciarian al ser, y al mundo. Entonces, los Derechos Humanos serían una celebración constante de la vida, considerándose como una de las infinitas formas que esta tiene. Y, aquel momento: “el mediodía; instante de la más breve sombra; fin del más largo error; punto culminante de la humanidad”[18].


[1] Embajador Wood W.: Seminario “Democracia, imperio de la ley y paz”. En: http://bogota.usembassy.gov/wwwsww63.shtml.
[2] En: http://es.wikipedia.org/wiki/Ley_natural.
[3] Bobbio, N.: “Estudios de Historia de la Filosofía. De Hobbes a Gramsci”. Editorial Debate. Madrid. 1985. Pág. 265.
[4] Ibíd.
[5] En: http://www.heideggeriana.com.ar/textos/satz_identitat.htm.
[6] Ibíd.
[7] La tautología es una definición en la que la palabra definida entra en la definición, con lo cual si desconocemos esta no es posible obtener el significado de aquella, ya que se trata del mismo término.
[8] Ibíd.
[9] Ibíd.
[10] En: http://www.geocities.com/~suares/21ideolo.htm
[11] Jalfen, L.: “La amenaza de las ideologías”. Editorial Galerna. Buenos Aires. 1978. Pág. 9.
[12] Jalfen, L.: “Ideología y Filosofía”. Ediciones Noe. Buenos Aires. 1974. Pág. 20
[13] Nietzsche, F.: “El Ocaso de los Ídolos”. Gradfico. Madrid. 2002. Pág. 58
[14] Ibíd.
[15] Ibíd.
[16] Ibíd.
[17] Ibíd.
[18] Ibíd. Pág. 64